Carta al doctor Eugenio de Santa Cruz y Espejo

Por Efraín Siguenza Guzmán

Eugenio EspejoResumen: Nuestro hermano Efraín se decide a escribirle una carta al sabio precursor de nuestra independencia para comparar su época con la nuestra, contarle los avances que hemos alcanzado y también las viejas y nuevas lacras que nos aquejan. Es una carta que sirve para conocer la vida del Quito de fines de la Colonia, similar a la de otras ciudades de la época, en que destacan la insalubridad, la ignorancia, el dogmatismo y el despotismo, frente a lo cual Espejo solo tiene como armas la ciencia, el pensamiengto libre y su espíritu libertario de patriota. Destaca la cantidad holgazanes por clase frente a quienes viven de su trabajo y son explotados, en especial los indios. La ciudad y las costumbres citadinas describen de la mejor manera las dos épocas. Pero frente a loa avances científicos, a los deseos de cambio, a destacados personajes que han trabajado por el avance de la ciencia, de la cultura y del progreso de los pueblos, se levantan quienes defienden sus intereses de explotación a cualquier costo. Ante esto, frente a los nuevos males cabe dirigirse a quien es ejemplo de dignidad, de ciencia, de librepensamiento, de justicia y de igualdad: Eugenio Espejo.


Quito, agosto de 2004.

Señor doctor
Eugenio de Santa Cruz y Espejo
En la Perennidad.

Doctor Espejo:

Hoy he visto a mi ciudad reluciente de progreso y luz. Quito, como todas las ciudades del mundo, ha experimentado cambios profundos en la concepción urbanística, social, familiar, económica, política y religiosa. Las grandes avenidas, los fastuosos rascacielos, las luces artificiales, han cambiado la forma de vida. Todo es diferente a lo que era en su tiempo.

En su época, en la segunda mitad del siglo XVIII, las cosas eran diferentes. Quito era un abrazo de calles trazadas por entre una geografía totalmente irregular. La Calle Larga, la actual Rocafuerte, era la única que nacía en el barrio conocido como La Mama Cuchara y que, pasando por el Arco de Sto. Domingo, llegaba sin interrupciones a las canteras del Pichincha. Usted caminaba diariamente por esta calle. Su casa, el Colegio San Fernando y el Hospital de la Misericordia estaban tan cerca que sus horarios eran marcados por el campanario de la iglesia dominicana.

Pero era también una ciudad atrasada. La población llegaba a unos 28.451 habitantes, según el censo realizado en 1780, cuando usted tenía la edad de 33 años, porque usted nació en febrero de 1747, en el hospital y al amparo del amor de Don Luis Chusig (Chuzhig. chuzhill) y Doña Catalina Aldaz.

No es motivo de desobligo aquello de que Quito era una ciudad atrasada. Atrasadas estaban las colonias y atrasada estaba la metrópoli. El historiador José Terrero en la Historia de España, dice:

«La población de España, al comienzo del siglo XVIII era pobre. La península era un inmenso país de mendigos, de nobles fanfarrones y de seudo sabios discutidores y dogmáticos. Los mendigos pasaban de 80.000 y a esta nube de pordioseros y maleantes había que sumar el número excesivo de religiosos y nobles y los criados de estos. Se calcula que para la época habían 125.000 religiosos, 478.000 nobles e hidalgos ociosos y 276.000 criados de la aristocracia».

¿No caen dentro del mismo saco de los mendigos, los religiosos, los nobles y los criados de éstos? Todos estos holgazanes dependían del trabajo y de las lágrimas del pueblo, del pobre hombre que trabajaba para pagar los tributos, bajo la amenaza de castigo o muerte.

Vale la penas preguntarse, doctor Espejo, ¿qué labor realizan 125.000 religiosos metidos en sus conventos de infranqueables paredes de ladrillo y sujetos a leyes y constituciones que no por ser santas aniquilan las pasiones humanas? ¿Y qué hay detrás de esas pasiones humanas reprimidas? La historia de los conventos y monasterios, de frailes y prelados, de cardenales y papas es, por decir lo menos, sobrecogedora. La Edad Media se caracteriza por el Tribunal de la Inquisición, esa institución judicial creada por el Papa Gregorio IX y cuyo fin era localizar, procesar y sentenciar a las personas culpables de herejía. Posteriormente, en el año 1546, el Pontífice Pablo III establece en Roma la Congregación de Inquisición Romana llamada también Tribunal del Santo Oficio, con el fin de perseguir a los protestantes que se expandían por toda Europa, sobre todo por Italia. En España son los reyes católicos Fernando II e Isabel quienes usan y abusan del brazo inquisidor para perseguir a los judíos, sobre todo a los llamados marranos, que eran los judíos que por coerción o presión se habían convertido a la religión católica. La Inquisición llegó también a América y a Quito. Y solo en el año de 1843 se la suprime. Pero, continúa por mucho más tiempo el llamado «Índice del Libro», es decir la prohibición de leer aquellos libros que la Iglesia suponía nocivos y contrarios a las normas y principios católicos.

A los 125.000 frailes hay que añadir los 478.000 nobles. Nuevamente recurro al Historiador José Torrero:

«En las clases sociales prosigue el afán nobiliario; en 1789 había 119 grandes en España, 535 títulos y más de quinientos mil hidalgos. Los señoríos se seguían vendiendo y el Señor nombraba los funcionarios municipales y percibía los tributos».

La clase social venía desde arriba: rey, príncipe, duque, marqués, conde, barón, castellano y gentil hombre. Les siguen los letrados: abogados, financieros, médicos, notarios, escribanos, procuradores. Vienen luego los comerciantes, boticarios, orfebres. Por debajo están las gentes que se valen más del esfuerzo del cuerpo y son los considerados más viles.

Las colonias reproducían la vida de España y Quito no podía ser la excepción. Era una ciudad alimentada por el trabajo que realizaban los indios en las grandes haciendas, cuyos dueños eran los chapetones y criollos. Era una ciudad enredada en el chisme, en la calumnia, en la envidia. Era una ciudad donde los excrementos se arrojaban desde las ventanas a la calle al ejemplo de Madrid. Seguramente usted, doctor Espejo, tuvo conocimiento de la solicitud que el Protomedicato (la máxima autoridad médica de España) hace a Carlos III, aconsejándole que ordenara «no barrer las calles de Madrid, ni retirar las materias fecales arrojadas desde los balcones, ni los animales muertos que en ellas se abandonaban, porque convenía enrarecer la atmósfera para evitar el peligro de los finos vientos del Gualda rama»

La cita anterior la he tomado del libro «Eugenio Médico», escrito por el historiador Ernesto Cisneros Alfaro, y he tomado también lo siguiente:

«Domínguez Ortiz dice «los españoles por lo general somos desaseados, pródigos, flojonazos, displicentes, y sobremanera vanos». No podía faltar las alusiones a la increíble suciedad de las calles de Madrid, y lo hace con una crudeza digna de la más leída novelística actual. El «rocío» que llovía de las ventanas al grito temeroso de ¡agua va! es nombrado con todas sus letras y hasta en mayúsculas. Los madrileños se disculpaban diciendo que el aire de la villa es tan sutil que en cuanto las malolientes sustancias son arrojadas se descomponen y no hieden. ¡Falso! «hiede y rehieden que es un juicio; y tan líquida o cuajada se mantienen hasta que los carros la echan fuera o la desechan los coches como la parió su madre»

A esta sociedad usted tuvo que enfrentar con valentía, y esta misma sociedad le rechazó a usted por la frontalidad con la que les acusaba y demandaba.

En el campo de la medicina, por ejemplo, conocemos de la gran epidemia de sarampión y escorbuto que azotó a la Real Audiencia de Quito en el año 1785 y que dejó no menos de tres mil muertos. El Cabildo de Quito le encarga a usted analizar por escrito el texto de la obra de Don Francisco Gil sobre el método de preservación de las viruelas. Nace, entonces su libro «Reflexiones sobre las viruelas». Una obra monumental, dicen los expertos, en la que despedaza toda la organización social, jurídica,,económica y médica de la Real Audiencia de Quito.

«Las epidemias son un castigo de Dios», predicaban los curas desde los púlpitos. Y las iglesias se convirtieron en centros de contagio por la abundancia de fieles que recurrían a sus naves en busca de la misericordia y el perdón de Dios. Cómo no le iban a despreciar, doctor Espejo, si sus «Reflexiones sobre las viruelas» es una teoría opuesta a la del físico inglés Sydenham, quien atribuye a la mala constitución del aire la propagación de las viruelas y que por ello «Hay que agradecer a Dios por permitir que solo en ciertas ocasiones permita estas catástrofes»

No. Las enfermedades tienen otras causas, dice usted. Son los vapores podridos que se unen a la atmósfera y que son los que determinan la mala composición del aire. Son los microbios que habitan en el agua, en la tierra, en el aire, en las flores, adelantándose a Pasteur. Es la falta de higiene personal y pública que se manifiesta en el aire popular, en las comidas y bebidas, en la falta de limpieza local y personal.

¿Higiene pública?… Una verdadera novedad. La higiene pública quiere decir que una buena parte de la medicina depende de las decisiones políticas que tomen los gobernantes. Y así es. Sin la intervención de la autoridad competente ¿cómo se pueden corregir los malos hábitos de higiene que en épocas distintas son un mal social? Me permito citar lo que usted dice en su libro sobre las reflexiones:

«El aire popular es demasiado fétido y lleno de cuerpos extraños podridos, y los motivos que hay para esto son: 1º.- Los puercos, que vagan de día por las calle, y que de noche van a dormir dentro de las tiendas de sus amos, que son generalmente los indios y los mestizos. 2º.- Estos mismos, que hacen sus comunes necesidades, sin el más mínimo ápice de vergüenza, en las plazuelas y calles más publicas de la ciudad. 3º.- Los dueños de las casas, que, teniendo criados muy negligentes y de pésima educación, permiten que éstos arrojen las inmundicias todas al primer paso que dan fuera de la misma casa, de manera que ellas quedan represadas y fermentándose por mucho tiempo. 4.- La poquísima agua que recorre por la ciudad».

En nuestro tiempo las cosas han cambiado. Quito es una metrópoli bella donde el hombre, la ciencia y la técnica han construido maravillas: rascacielos de cemento y cristal; avenidas anchas y engalanadas de árboles y flores; parques y remansos donde el espíritu deja escapar un hálito de complacencia; túneles iluminados; autopistas interminables.

La ciudad que usted habitó la conocemos como Centro Histórico o Casco Colonial. Es un nidito de torres con las calles torcidas y las casas bajas que cautiva a propios y extraños. Las iglesias, los conventos, los monasterios, las casas públicas y muchas mansiones privadas se han convertido en museos que verdaderamente nos enorgullecen.

El Hospital de la Misericordia, donde usted aprendió y practicó la medicina, se restauró totalmente y se convirtió en el Museo llamado de la Ciudad. Con nitidez patética éste museo nos enseña la vida y el desarrollo de la ciudad sujeta a los cabos de una Madre Patria apoltronada en el sofá de un vergonzoso atraso. En la planta inferior podemos admirar lo que fue la sala de enfermos del hospital: unas tarimas cubiertas con paja, bajo unas bóvedas que separan a los enfermos entre sí, eran los espacios donde los pacientes besaban las manos calientes de la vida o los labios fríos de la muerte.

Otro Museo de connotada importancia es el «Museo de Cera» que se encuentra en el edificio de lo que fue el Cuartel de la Real Audiencia. Se inicia el recorrido con la presentación de los académicos franceses que llegaron a «estas tierras ecuatoriales» a comprobar que la tierra era redonda y atachada en los polos. Unos grandes murales describen la flora y fauna de las cuatro regiones de la patria, y en las diferentes salas se muestran las formas de vida de la época colonial: el boato de los colegiales de la época, la expulsión de los jesuitas de las colonias españolas, las ideas libertarias de los próceres, las grandes calamidades causadas por las erupciones volcánicas y por los terremotos. La visita al museo termina con un recorrido por las mazmorras donde murieron los héroes del 2 de agosto de 1810. Allí, doctor Espejo, está su prisión: un hueco húmedo con catre por ser un médico notable, la gracia de un candelabro y la tenencia de unos libros con la condición de que salga de la cárcel, vigilado por su puesto, a curar a los enfermos de linaje. Los otros presos: los soñadores, los rebeldes, los inconformes, estaban encadenados a las paredes de la estrecha mazmorra y eran víctimas de la oscuridad y de la humedad, de los insectos y de los roedores.

En esta inmensa y bella urbe hay un Hospital que lleva su nombre: Hospital Eugenio Espejo. No es el único, pero es uno de los más importantes. Hay otros grandes y bien equipados hospitales que prestan sus servicios a la comunidad, amen de clínicas particulares y consultorios médicos donde los profesionales tratan de aliviar las dolencias de sus pacientes. La medicina, doctor Espejo, ha progresado tanto en sus descubrimientos y aplicaciones que hoy se habla de genomas, de transplantes orgánicos, de congelamientos de espermas, de cirugías estéticas, etc. que rayan en la más completa admiración, cual si fuera un milagro. La salud pública que usted requería para la sanación de las pestes, es sin lugar a dudas, una realidad: una inmensa red de alcantarillas recoge las aguas servidas de la ciudad, y las necesidades comunes ya no se hacen en las plazas públicas sino en lugares reservados y destinados para tal; a los animales útiles para el consumo humano, se les faenan en camales con técnicas modernas.

Lo que no ha cambiado, sino en su forma, es la enfermedad. Hay nuevas causas para nuevos males y hay muchas necesidades para vencer nuevos desafíos. Las calles de las grandes ciudades están limpias, adoquinadas, asfaltadas, pero los «vapores fétidos» continúan; su aire está contaminado por el humo que dejan escapar las fábricas y los tubos de escape de los autos que producen el llamado “smog” que causa daños al cerebro, a la piel y a las vías respiratorias. Los parques se han convertido en refugios para maleantes que consumen droga y alcohol; y la promiscuidad sexual y la enfermedad del SIDA es la peste del siglo XXI. Pero la enfermedad más grave es la pobreza, que mata a miles de niños de desnutrición y hace de los que sobreviven los futuros profesionales de la delincuencia.

En su tiempo, doctor Espejo, habían también pilluelos. Isaac Barrera dice:

«En el Quito pintoresco del siglo XVIII queda por anotase el entretenimiento en que se ocupaban los pícaros que no faltaban y que constituyen «la corte de los milagros» de toda ciudad con alguna población. Ulloa da a los mestizos como autores de esta bellaquería. El noble descuidado o el chapetón rico y bobo que se aventuraba sin abrir mucho los ojos por las calles de la ciudad, se encontraba de repente con que el sombrero, el rico sombrero de castor blanco, adornado con cintas de tela de oro y plata, y hebillas de diamantes y esmeraldas, había volado de la cabeza. Un pilluelo escondido tras la esquina, atrapaba el sombrero y se ponía en fuga con gran celeridad: esta operación era la de volar sombreros, palabra que acaso ha dado origen al de volada con que metafóricamente se indica la picardía con que una persona burla la confianza o la ingenuidad del alguno»

La bellaquería en nuestro tiempo, como trasgresión a las normas de respeto humano, es la misma pero elevada a la enésima potencia. La inseguridad ciudadana, las enfermedades infecto contagiosas del cuerpo y del alma, la contaminación ambiental que aceleradamente destruye la capa protectora de ozono con el eminente cambio atmosférico, la venta ambulante de comidas y artículos comestibles sin la higiene requerida, la velocidad de los medios de transporte cuyos conductores se creen dueños de las vías y de los destinos, la corrupción que campea en todo lo largo y ancho de la administración pública y privada, hacen que los hombres permanezcamos en permanente zozobra.

El hospital, su hospital doctor Eugenio Espejo, es uno de los mejores equipados del país y nadie pone en tela de juicio los servicios que presta a los verdaderamente necesitados. Pero, (siempre los peros aún en las cosas esenciales de la vida) el presupuesto que asigna el Estado para la atención de la salud es apenas un mínimo del presupuesto general, y, lo que es peor, está en manos del cabildeo político que realiza cortes y recortes para satisfacer oscuros compromisos. Como resultado vienen los paros, las huelgas, las manifestaciones de justa protesta de parte de los trabajadores de la salud. Las puertas de los hospitales se cierran y los enfermos: niños, ancianos y mujeres, mueren al pie de las rejas, contaminados de tragedia. Verdaderamente es lamentable, doctor Espejo, contemplar a la angustiada madre, con su hijo en el regazo, suplicar la intervención del galeno. Y los galenos, las enfermeras y los trabajadores de la salud realizan, con sus mandiles blancos la «Marcha Blanca por la Salud del Pueblo», mientras la «Marcha Negra de la Muerte y del Dolor» va y viene desde la soledad e impotencia de los humildes hogares hasta las hierbas del lejano cementerio.

Claro que hay hospitales y clínicas particulares, es decir casas de salud a los que no tienen acceso sino los que poseen mucho dinero. Las clases sociales, la brecha entre pobres y ricos, la especie humana dividida por el tener y no unificada por el ser, siguen campantes como lacras oscuras que opacan la brillantés de las ciudades.

Usted, doctor Espejo, fue víctima del prejuicio social de su tiempo y tuvo que cambiarse el apellido «Chusig», palabra que significa búho, ave nocturna que simboliza a la sabiduría, por el altisonante nombre de Eugenio de Santa Cruz y Espejo. Solo así pudo franquear las puertas de la universidad, pues la iglesia pedía, como uno de los requisitos indispensables, la pureza de la sangre para que alguien ingrese a la taciturna morada de sus claustros.

No podían ser clérigos los indios, los discapacitados, los menesterosos. Es raro, muy raro, encontrar un santo o un alto prelado de la Iglesia de origen indio o negro o pobre. Las biografías de los santos comienzan generalmente ensalzando su estirpe y su cuna. Uno de los méritos de un santo compatriota es «que jamás se rebajó a jugar, siendo niño, con el personal de servicio y con las mujeres».

En la segunda mitad del siglo XX, el Concilio Vaticano II dio significativos pasos hacia la unidad religiosa y humana. Los documentos de Puebla y Medellín, reflexionados y escritos por el sínodo de los obispos de América Latina, son una clara manifestación en favor de los pobres y por la liberación de los oprimidos. Surgieron, entonces egregias figuras como el obispo Proaño, el teólogo Leonardo Boff, el obispo Cámara, el poeta nicaragüense Cardenal y miles de sacerdotes y monjas que iniciaron una lucha en favor de los indios y de los necesitados.

Las reflexiones a las que llegaron son contundentes:

«En América Latina -dice el obispo Proaño- existe la pobreza. No solo la pobreza, existe la miseria. En cada país, con variaciones, hay un alto porcentaje de hombres en capacidad de trabajar que no tienen trabajo. Hay un porcentaje de hombres que trabajan, pero que no ocupan el tiempo suficiente en las labores que desempeñan. Es lo que se llama desempleo. Innumerables multitudes trabajan, pero no ganan un salario justo. De aquí nace una serie interminable de manifestaciones de pobreza y de miseria: hambre, enfermedades, insalubridad, desnudez, vivienda insuficiente, hacinamiento, inmoralidad, falta de acceso a la cultura, incapacidad de participación en la vida política, evasión del sufrimiento por los canales de la borrachera y de las fiestas, práctica de la religión como otra de las evasiones, actitud conformista y resignada …. Cada vez que la Iglesia se ha alejado de los criterios del Evangelio y se ha mundanizado, cada vez que ha puesto su corazón en la riqueza, en el poder, en el prestigio, en el triunfalismo, se ha convertido también en la aliada de los opresores y ella misma es opresora».

Después de décadas de realizado el Concilio Vaticano II, la Iglesia Latinoamericana ha olvidado su compromiso de Puebla y Medellín y los Obispos «rojos» han muerto pero están de pie en la conciencia de unos pocos.

Doctor Espejo me atrevería a decir que de su tiempo al nuestro no existen significativos cambios, sino en la hipócrita manera de ver las cosas. Cisneros Alfaro, en su ensayo histórico «Eugenio, el Médico», nos trae a colación lo que un viajero de apellido Hassaurek dice de los indios: «En este país los fardos se dividen en dos clases: mayores y menores. Los primeros son los que echan en lomos de la mula o del caballo; los segundos, los que cargan asnos e indios. Lo que quiere decir que como bestia de carga, el indio está considerado por debajo del caballo y la mula, y emparejado con el asno». Ahora la esclavitud de América Latina es la misma. Nos consideran por debajo del caballo y nos emparejan con el asno pero con el suave nombre de subdesarrollo, o marginalidad. Somos oprimidos de una manera más refinada, más científica, más disimulada y más tormentosa e injusta. Nuestros hermanos han emigrado de rodillas a otros países para recibir el flagelo del desprecio, y los que han permanecido en nuestras ricas y fructíferas tierras nos roban lo nuestro a cambio de lentejuelas y una dosis de esperanza para gozar en el cielo.

El sabio escritor Eduardo Galeano tiene un pequeño artículo bajo el título de «Introducción a la Historia de América», publicado en el libro «Quito, Tradiciones, Testimonio y Nostalgia”, editado por Edgar Freire Rubio. Me permito transcribir el artículo porque resume la suerte de esta grande y dolorida patria.

«Había dos pueblitos indígenas que eran vecinos. Vivían de las ovejas y de lo que daba la tierra. Cultivaban, en terrazas, la ladera de una montaña que bajaba hasta un lago muy hermoso cerca de Quito. Las dos aldeas se llamaban igual y se odiaban.

“Entre una y otra, había una Iglesia. El cura se moría de hambre. Una noche enterró una Virgen de madera y le echó sal encima. A la mañana, las ovejas escarbaron la tierra y apareció la Milagrosa.

“La Virgen fue cubierta de ofrendas. De ambas aldeas le llevaban alimentos, ropas y adornos. Los hombres de cada aldea le pedían la muerte de los hombres de la aldea vecina y por las noches los asesinaban a cuchillo. Se decía: «Es la voluntad de la milagrosa».

“Cada promesa era una venganza y así los dos pueblitos, que se llamaban Pucará, se exterminaron mutuamente. El cura se hizo rico. A los pies de la Virgen habían ido a parar todas las cosas, las cosechas, los animales.

“Entonces una cadena hotelera multinacional compró, por un puñado de monedas, las tierras sin nadie. A orillas del lago se levantará un centro turístico».

Huelgan los comentarios, doctor Espejo. La historia de América Latina se ha hecho a base de mentiras y falsas promesas. Ya en su tiempo, desde los púlpitos se predicaba que la epidemia era un castigo por los pecados cometidos. Cuando usted manifiesta que la causa de la viruela está en la falta de higiene pública, la sociedad entera le ataca cerrándole el paso a cada advertencia y a cada precaución que usted daba para evitar la mortal contaminación. Su genialidad era mofada porque “de un mestizo nada bueno podía salir». Y «Reflexiones sobe las viruelas», su obra científica, fue suspendida la publicación por presión de los nobles hecha al Cabildo.

Los nobles, los de sangre azul, los empapelados de títulos de nobleza, los caballeros que vinieron de España en busca de aventuras porque en su tierra les mataba la desidia, los ociosos, los cobardes, los siempre embusteros, los afeminados exhibiéndose en sus balcones entre abanicos y claveles, los chismosos e inoperantes, los dogmáticos, fueron los peores enemigos de la ciencia, y quienes impidieron casi por cien años la publicación de sus obras.

Durante todo este lago tiempo los hombres fueron víctimas del oscurantismo religioso. La inteligencia humana caminaba sin otro horizonte que la promesa de una inmortalidad futura a cambio de una presente vida terrenal sacrificada. «No se mueve un pelo de la cabeza o cae una hoja de un árbol sin la voluntad de Dios» era la cita evangélica que justificaba el principio teológico de la predestinación, teoría que anula todo intento de liberación y búsqueda. Según esta doctrina Dios creó al negro para la esclavitud, al indio para el servicio y al blanco para ordenar al negro y al indio cubran sus necesidades mientras él, látigo en mano, va y viene del pecado al confesionario, pero nunca al verdadero arrepentimiento.

Pero es injusto creer que en el siglo XVIII, doctor Espejo, todo estaba contaminado con el «rocío» que caía desde los balcones. Hay también hombres de probada ciencia y de recta virtud. Pedro Vicente Maldonado, por ejemplo, es el sabio riobambeño que trazó la primera carta geográfica de la Presidencia de Quito y por sus conocimientos científicos se convierte en parte fundamental de la Comisión Geodésica Francesa.

El padre Juan de Velasco se entregó a la investigación histórica y científica y es a quien le debemos la Historia del Reino de Quito. Hubo también vasta producción literaria, sobretodo en poesía, si bien faltó representantes en el cuento y la novela. Es loable la presencia del ambateño Pedro Ayllón que escribió un tratado sobre la materia en lengua latina, y para ninguno de nosotros nos es desconocida la producción literaria de Juan Bautista Aguirre.

Pero el principal hecho del siglo XVIII es la llegada de la Comisión Geodésica Francesa, que viene a completar los datos matemáticos que certifiquen la verdadera forma de la tierra. La Comisión estaba compuesta por los sabios físicos La Condamine, Godin y Bouguer. José Jusiieu como botánico. Juan Seniergues como médico y cirujano. Los marinos españoles Jorge Juan de Santacilla y Antonio de Ulloa. La Condamine descubre en Magdalena Dávalos la mujer prototipo de América y, como un justo homenaje a la mujer, hemos de añadir el nombre de Manuela Espejo, su hermana doctor Espejo, que brilla con luz propia a pesar de los prejuicios sociales de la época que no permitían que la mujer sea protagonista de la ciencia y la cultura.

Permítame, doctor Espejo, dejar constancia de nuestra admiración y gratitud a su cuñado y vecino, el doctor José Mejía Lequerica. Un hombre ciertamente inmortal. Aparte de sus conocimientos políticos y literarios, es médico, teólogo y jurisconsulto. En España peleó en defensa de la independencia de España contra la invasión napoleónica; pero, es en las cortes de Cádiz donde su espíritu de libre pensador lucha por la libertad y la igualdad de todos los seres humanos.

Usted es uno de los precursores de la emancipación americana. Acusado de crímenes contra el rey y contra Dios, fue encerrado en una cárcel inmunda. Murió a la edad de 48 años, enfermo del desobligo, herido de incomprensión. Murió como mueren los grandes: clavados en una cruz, y no es precisamente la cruz el signo de su grandeza, sino la luz que se desprende a cuyo resplandor nosotros, comunes mortales, soñamos también en emanciparnos de otras cadenas de » injusticia y bárbara suerte».

El correo se va. He pensado decirle muchas cosas en esta atrevida misiva, y al final me encuentro incompleto como cuando se despierta de un sueño feliz, besado por los crudos labios de la realidad. La realidad retratada en nuestras inoperancias, en nuestras decidías, en nuestros quemeimportismos. La patria se desintegra y nosotros, hábiles roedores, nos escapamos por el orificio de nuestro mezquino egoísmo.

Le voy a escribir otra carta, u otras cartas, o muchas cartas. Estoy consciente que nadie las leerá. Mas, si alguien se atreve a recorrer estas páginas, que sepa que mi único objetivo era inclinarme ante usted, doctor Espejo, maestro de la dignidad y permanente precursor de la ciencia, del libre pensamiento, de la justicia y de la igualdad entre los seres humanos.